Solemnidad de Cristo Rey

Cristo Rey es uno de los títulos más importantes de Jesús. Aunque Jesucristo no fue un rey en el sentido terrenal, es el Divino Rey del Universo, que une a toda la creación con el Padre. Como nos dice San Pablo, “Porque es necesario que Cristo reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. El último enemigo en ser destruido es la muerte. Porque Dios ha sometido todas las cosas bajo sus pies. . .. Cuando todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos”    1 Cor. 15,  25-28

Cristo,  Rey del universo, proclama la liturgia. Pero ¿dónde está su reino, dónde está la tierra como Èl la sueña, la nueva arquitectura del mundo y de las relaciones humanas?

El Evangelio de esta fiesta nos ayuda a esbozar algunos rasgos de este Rey, de este reino..

  • El primero lo revelan las palabras de los líderes del pueblo: salvó a otros, que se salve a sí mismo. Ellos reconocen en Jesús una historia de hombres y mujeres salvados, curados, restaurados, transfigurados. Reconocen que Jesús salva a los demás y no piensa en salvarse a sí mismo. Aquí se sitúa la nueva imagen de Dios, la absoluta novedad cristiana: un Dios que no pide sacrificios al hombre, sino que se sacrifica por el hombre, que no se pone a sí mismo en el centro del universo,
  • El segundo rasgo del rostro del Rey lo revelan las palabras del malhechor colgado en la cruz: “Él, en cambio, no hizo nada malo”. En estas palabras está contenido el secreto de la verdadera realeza que nada tiene que ver con la violencia y el engaño. Esto bastó para abrir su corazón: el ladrón ve en ese hombre el comienzo de una nueva humanidad. Intuye que ese corazón limpio es el primer paso de una historia diferente, el anuncio de un reino de bondad y perdón, de justicia y de paz. Y es en este reino que él pide entrar.

Acuérdate de mi, reza el ladrón moribundo. Estarás conmigo, responde el Amor. Síntesis definitiva de todas las oraciones posibles.

Acuérdate… – reza el miedo. Te mantendré conmigo – responde el Amor.

Solo acuérdate y eso es suficiente- reza el último aliento de vida. Estarás conmigo, responde el inmortal. No solo en el recuerdo, sino en un fuerte abrazo.

He aquí nuestro Rey: Aquel que tiene la fuerza real y divina de olvidarse de sí mismo en el temor y la esperanza del otro; el Corazón de quien dirige sus últimas palabras por los hombres a un malviviente y, en él, a todos los que escondemos en el fondo de nuestra alma la tentación o la capacidad para una cultura de la muerte. Está allí, en el ladrón, la suprema consagración de la dignidad del hombre: en su límite más bajo el hombre es siempre y aún amable para Dios… No hay nada ni nadie definitivamente perdido, nadie que no pueda esperar.

Hasta el final, Jesús elige qué rostro de Dios encarnar: el de un Mesías de poder según las expectativas de Israel, o el de un rey que se pone en medio de los suyos como quien sirve; si el Mesías de los milagros y la omnipotencia, o el de la ternura mansa e indomable.

He aquí nuestro Rey.  Invoquémoslo…